domingo, 20 de abril de 2014

7- Mellizos


“…Son igualitos!!!...”

Pocas cosas en la vida les molestaban más a Lucio y a Román que ese tipo de comentarios, a los que respondían con una mueca seria y silenciosa que congelaba el aire. No. A pesar del sorprendente parecido físico, los mellizos no se consideraban iguales entre sí. Por el contrario, se definían como complementarios. Sentían que uno tenía lo que al otro le faltaba, por lo que se completaban cuando estaban juntos. Y eso sucedía la mayor parte del tiempo.

El dinero no era un problema en el hogar de los mellizos. El padre era gerente general en la filial local de un laboratorio suizo y la madre, ama de casa de tiempo completo, aunque su mayor contribución al día a día de la familia consistía en resaltar detalles insignificantes a alguna de las tres mucamas. El resto del tiempo se esmeraba en gastar de modos cada vez más creativos la plata de su esposo. Shopping, spa, gym, personal trainer, terapia, tratamientos de belleza. No parecía una tarea sencilla ocupar días enteros entre tanta pavada improductiva, pero ella se las arreglaba de maravillas.

Los hijos? Bien, gracias. Nunca les faltó nada material, y suplieron la escandalosa indiferencia de sus padres ausentes reforzando su vínculo fraternal. Querían a sus padres, pero no los amaban. Las facturas se iban acumulando y tarde o temprano –probablemente al invertirse la ecuación y los padres comenzaran a necesitar a sus hijos-, tendrían que pagarlas una a una. Y con intereses. Román era la familia de Lucio y viceversa. Las demás personas del universo eran simples actores de reparto para ellos.

Aunque podían acceder a una educación de élite, los chicos eligieron el Divina Concepción de Jesús. Les quedaba cerca, sus amigos estudiaban allí y la exigencia era promedio. No tenían interés en pasarse la adolescencia entera pendientes del estudio. Sus padres, como era de esperarse, no tuvieron objeciones. Los mellizos eran chicos sencillos. Nunca se creyeron más que los demás por cuestiones materiales y mostraban valores dignos de destacar. Eran considerados, respetuosos e inteligentes.

Sin embargo, había algo que no estaba bien. Era difícil de percibir si no se los conocía bien, pero con el tiempo te golpeaba con la fuerza de la evidencia. Ellos eran de una manera cuando estaban juntos. Productivos, alegres, ocurrentes. De buen humor constante. Encantadores y carismáticos. Pero al separarlos, la cosa era bien distinta. Afloraba en cada uno una faceta oculta que parecía flotar como un velo detrás de una fachada social de corrección política.    

Román se volvía cínico. Locuaz y elocuente, hería innecesariamente con las palabras. Era cruel con los más vulnerables, usando el sarcasmo con una maestría indignante. Le iba bien con las mujeres, despertando interés aún donde no se lo proponía. Pero su sonrisa irresistible daba lugar al desprecio en el momento menos pensado.

“…Andate. Me aburrís…” –le gustaba decirle eso a las chicas un segundo después de que ellas se quitaran la ropa.

A Román le gustaba humillar.  

Lucio era diferente. Lejos de Román, se retraía y optaba por el silencio. Se aislaba. Su expresión se ensombrecía y su temperamento mutaba. Se volvía peligroso. Agazapado detrás de aquellos letargos momentáneos, yacía el germen de la violencia física. Intimamente, rogaba por una provocación. La más pequeña e insignificante. Y entonces brotaba el odio, el resentimiento. La ira enceguecida. Y hacia allá iba: Toda pelea era buena para él. Los mellizos estaban lejos de ser corpulentos, por lo que Román en general llevaba la peor parte cuando de golpes se trataba. Le habían roto la nariz tres veces y sus incisivos eran implantes carísimos (los suyos yacían en algún rincón del campo de deportes, luego de una discusión de partido). Las guardias de hospital eran testigos de un Lucio machacado pero sonriente. Amaba el sabor de la sangre.

En su casa y en la escuela estaban concientes de esa faceta. Sus padres intentaron solucionar la patología de Lucio de la única manera que sabían: Pagaron los mejores psicólogos, quienes al cabo de un tiempo de terapia concluyeron en que con el paso del tiempo su carácter iría ajustándose a las exigencias del entorno. Lo medicaron con un ansiolítico liviano y lo lanzaron de vuelta a su vida. Los episodios de furia se espaciaron hasta casi desaparecer.

Román y Lucio siempre estaban juntos.

Era mejor así para ellos. Y para el mundo también.  

sábado, 19 de abril de 2014

6- Beto


Contra todo pronóstico, Beto se había recibido de perito mercantil. Se llevó todas las materias que podía llevarse, año tras año, puntualmente. Pero de alguna manera los espíritus lo iluminaban con una chispa fugaz durante los veranos y él lograba saltar cada valla que aparecía en su camino. Con su esfuerzo, su simpatía y sus infaltables promesas a los profesores de que el año siguiente sería más aplicado, logró llegar a quinto año sin repetir. El último año –paradójicamente- le resultó más fácil que los anteriores. Finalmente le había tomado el tiempo a la secundaria y la cosa fluyó por primera vez en forma natural. Pero lo que Beto, al igual que muchos adolescentes sintió como un fin de ciclo, no era más que el portal de ingreso a un universo mucho más complejo.

Así fue que promediando diciembre, en esos días vacíos en los que se siente que el año ya terminó pero las fiestas navideñas todavía son una carta sin abrir, Beto estaba sentado en el living de su casa mirando la televisión con una indiferencia rara. Pasaban un infomercial sobre una máquina que pintaba las paredes sin esfuerzo y sin derramar ni una gota sobre la alfombra. El gordo tenía los ojos en la pantalla, pero sus pensamientos vagaban por un desierto estéril, dando rodeos en torno de una pregunta recurrente:

“Y ahora qué?”  

La adolescencia de Beto no fue sencilla. Sus padres se habían divorciado unos años antes. Tal vez por cierta falta de criterio o porque la presión que sentían no les había permitido considerar ese detalle, le comunicaron a Beto su decisión de separarse justo el día de su cumpleaños número trece. A juzgar por las miradas, darle la noticia a él era para ellos el paso más complicado del proceso, aunque Beto lo asumió con una sorprendente madurez, asintiendo con la cabeza a medida que sus padres le hablaban con tono condescendiente, alternándose. Las cosas no habían funcionado entre sus padres desde que él tenía memoria. Su madre era una buena mujer, pero sin demasiado carácter. Su padre era igual. Los dos trabajaban en distintos sectores de la misma empresa y se habían conocido en algún evento casual. Eran seres destinados a la medianía eterna. Sin ambiciones. Sin pasión. Y si bien –como no podía ser de otra manera- aquellas cuestiones nunca se expresaban abiertamente, podía respirarse en la atmósfera anodina que reinaba en aquella familia. Beto no era muy inteligente, pero si intuitivo como pocos. Aún en los albores de su pubertad comprendía con claridad que no había química entre sus padres. Definitivamente a aquella mezcla le faltaban ingredientes.

Aquel matrimonio murió de muerte natural. Languideció. Los dos esperaban que el otro traccione, sin entender jamás que si ambos tiraban juntos del carro no era necesario que uno de ellos fuera por delante. A veces la vida es una gran góndola de supermercados y simplemente tomamos el producto equivocado. Quizá tomar la decisión de divorciarse fue el único acto de coraje de los padres de Beto.

-          Y yo con quién me quedo? –preguntó Beto, en la mañana de un cumpleaños sin regalos, aunque con sorpresas.  
-          Lo mejor es que te quedes conmigo –dijo su madre-. Papá está de acuerdo.

Beto miró a su padre con los ojos húmedos. El bajó la mirada, un gesto que su hijo nunca le perdonaría. Se quedaron así varios minutos, los tres callados.

-          Hijo, nosotros vamos a ser tus padres siempre, aunque no estemos juntos. –dijo su madre.

El seguía mirando fijo a su padre, que no levantaba sus ojos del suelo y se pasaba lentamente las manos por las perneras de los pantalones como si no supiera qué hacer con ellas.

-          Papá?...

Su padre ladeó la cabeza como señal de que lo escuchaba, pero no dijo una palabra. Y seguía sin mirarlo.

-          No te preocupes, pa. Está todo bien…

Allí estaba el verdadero Beto. Hijo único, aunque no por eso especialmente mimado, había construido su relación con el mundo desde una perspectiva solidaria. Siempre protegiendo a quien necesitaba protección. Preocupado por el ánimo de su padre cuando era él quien acababa de recibir la peor noticia de su vida, se acercó a él y le dio un abrazo que pareció cubrirlo. A los trece, Beto ya era bastante más corpulento.

Dos días después su padre se fue de la casa.

Beto nunca más lo volvió a ver.