sábado, 19 de abril de 2014

6- Beto


Contra todo pronóstico, Beto se había recibido de perito mercantil. Se llevó todas las materias que podía llevarse, año tras año, puntualmente. Pero de alguna manera los espíritus lo iluminaban con una chispa fugaz durante los veranos y él lograba saltar cada valla que aparecía en su camino. Con su esfuerzo, su simpatía y sus infaltables promesas a los profesores de que el año siguiente sería más aplicado, logró llegar a quinto año sin repetir. El último año –paradójicamente- le resultó más fácil que los anteriores. Finalmente le había tomado el tiempo a la secundaria y la cosa fluyó por primera vez en forma natural. Pero lo que Beto, al igual que muchos adolescentes sintió como un fin de ciclo, no era más que el portal de ingreso a un universo mucho más complejo.

Así fue que promediando diciembre, en esos días vacíos en los que se siente que el año ya terminó pero las fiestas navideñas todavía son una carta sin abrir, Beto estaba sentado en el living de su casa mirando la televisión con una indiferencia rara. Pasaban un infomercial sobre una máquina que pintaba las paredes sin esfuerzo y sin derramar ni una gota sobre la alfombra. El gordo tenía los ojos en la pantalla, pero sus pensamientos vagaban por un desierto estéril, dando rodeos en torno de una pregunta recurrente:

“Y ahora qué?”  

La adolescencia de Beto no fue sencilla. Sus padres se habían divorciado unos años antes. Tal vez por cierta falta de criterio o porque la presión que sentían no les había permitido considerar ese detalle, le comunicaron a Beto su decisión de separarse justo el día de su cumpleaños número trece. A juzgar por las miradas, darle la noticia a él era para ellos el paso más complicado del proceso, aunque Beto lo asumió con una sorprendente madurez, asintiendo con la cabeza a medida que sus padres le hablaban con tono condescendiente, alternándose. Las cosas no habían funcionado entre sus padres desde que él tenía memoria. Su madre era una buena mujer, pero sin demasiado carácter. Su padre era igual. Los dos trabajaban en distintos sectores de la misma empresa y se habían conocido en algún evento casual. Eran seres destinados a la medianía eterna. Sin ambiciones. Sin pasión. Y si bien –como no podía ser de otra manera- aquellas cuestiones nunca se expresaban abiertamente, podía respirarse en la atmósfera anodina que reinaba en aquella familia. Beto no era muy inteligente, pero si intuitivo como pocos. Aún en los albores de su pubertad comprendía con claridad que no había química entre sus padres. Definitivamente a aquella mezcla le faltaban ingredientes.

Aquel matrimonio murió de muerte natural. Languideció. Los dos esperaban que el otro traccione, sin entender jamás que si ambos tiraban juntos del carro no era necesario que uno de ellos fuera por delante. A veces la vida es una gran góndola de supermercados y simplemente tomamos el producto equivocado. Quizá tomar la decisión de divorciarse fue el único acto de coraje de los padres de Beto.

-          Y yo con quién me quedo? –preguntó Beto, en la mañana de un cumpleaños sin regalos, aunque con sorpresas.  
-          Lo mejor es que te quedes conmigo –dijo su madre-. Papá está de acuerdo.

Beto miró a su padre con los ojos húmedos. El bajó la mirada, un gesto que su hijo nunca le perdonaría. Se quedaron así varios minutos, los tres callados.

-          Hijo, nosotros vamos a ser tus padres siempre, aunque no estemos juntos. –dijo su madre.

El seguía mirando fijo a su padre, que no levantaba sus ojos del suelo y se pasaba lentamente las manos por las perneras de los pantalones como si no supiera qué hacer con ellas.

-          Papá?...

Su padre ladeó la cabeza como señal de que lo escuchaba, pero no dijo una palabra. Y seguía sin mirarlo.

-          No te preocupes, pa. Está todo bien…

Allí estaba el verdadero Beto. Hijo único, aunque no por eso especialmente mimado, había construido su relación con el mundo desde una perspectiva solidaria. Siempre protegiendo a quien necesitaba protección. Preocupado por el ánimo de su padre cuando era él quien acababa de recibir la peor noticia de su vida, se acercó a él y le dio un abrazo que pareció cubrirlo. A los trece, Beto ya era bastante más corpulento.

Dos días después su padre se fue de la casa.

Beto nunca más lo volvió a ver.












2 comentarios:

  1. Se respiran pesares...

    Brindo por el regreso, amigo!

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  2. Gracias, amiga! Estoy un poco oxidado. Con el correr de la historia me iré soltando un poco. Espero! Beso.

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