Contra todo pronóstico, Beto se había recibido
de perito mercantil. Se llevó todas las materias que podía llevarse, año tras
año, puntualmente. Pero de alguna manera los espíritus lo iluminaban con una
chispa fugaz durante los veranos y él lograba saltar cada valla que aparecía en
su camino. Con su esfuerzo, su simpatía y sus infaltables promesas a los
profesores de que el año siguiente sería más aplicado, logró llegar a quinto
año sin repetir. El último año –paradójicamente- le resultó más fácil que los
anteriores. Finalmente le había tomado el tiempo a la secundaria y la cosa fluyó
por primera vez en forma natural. Pero lo que Beto, al igual que muchos
adolescentes sintió como un fin de ciclo, no era más que el portal de ingreso a
un universo mucho más complejo.
Así fue que promediando diciembre, en esos días
vacíos en los que se siente que el año ya terminó pero las fiestas navideñas
todavía son una carta sin abrir, Beto estaba sentado en el living de su casa
mirando la televisión con una indiferencia rara. Pasaban un infomercial sobre
una máquina que pintaba las paredes sin esfuerzo y sin derramar ni una gota
sobre la alfombra. El gordo tenía los ojos en la pantalla, pero sus
pensamientos vagaban por un desierto estéril, dando rodeos en torno de una
pregunta recurrente:
“Y ahora qué?”
La adolescencia de Beto no fue sencilla. Sus
padres se habían divorciado unos años antes. Tal vez por cierta falta de
criterio o porque la presión que sentían no les había permitido considerar ese
detalle, le comunicaron a Beto su decisión de separarse justo el día de su
cumpleaños número trece. A juzgar por las miradas, darle la noticia a él era
para ellos el paso más complicado del proceso, aunque Beto lo asumió con una
sorprendente madurez, asintiendo con la cabeza a medida que sus padres le
hablaban con tono condescendiente, alternándose. Las cosas no habían funcionado
entre sus padres desde que él tenía memoria. Su madre era una buena mujer, pero
sin demasiado carácter. Su padre era igual. Los dos trabajaban en distintos
sectores de la misma empresa y se habían conocido en algún evento casual. Eran
seres destinados a la medianía eterna. Sin ambiciones. Sin pasión. Y si bien –como
no podía ser de otra manera- aquellas cuestiones nunca se expresaban
abiertamente, podía respirarse en la atmósfera anodina que reinaba en aquella
familia. Beto no era muy inteligente, pero si intuitivo como pocos. Aún en los
albores de su pubertad comprendía con claridad que no había química entre sus
padres. Definitivamente a aquella mezcla le faltaban ingredientes.
Aquel matrimonio murió de muerte natural.
Languideció. Los dos esperaban que el otro traccione, sin entender jamás que si
ambos tiraban juntos del carro no era necesario que uno de ellos fuera por
delante. A veces la vida es una gran góndola de supermercados y simplemente
tomamos el producto equivocado. Quizá tomar la decisión de divorciarse fue el único
acto de coraje de los padres de Beto.
-
Y
yo con quién me quedo? –preguntó Beto, en la mañana de un cumpleaños sin
regalos, aunque con sorpresas.
-
Lo
mejor es que te quedes conmigo –dijo su madre-. Papá está de acuerdo.
Beto miró a su padre con los ojos húmedos. El
bajó la mirada, un gesto que su hijo nunca le perdonaría. Se quedaron así
varios minutos, los tres callados.
-
Hijo,
nosotros vamos a ser tus padres siempre, aunque no estemos juntos. –dijo su
madre.
El seguía mirando fijo a su padre, que no
levantaba sus ojos del suelo y se pasaba lentamente las manos por las perneras
de los pantalones como si no supiera qué hacer con ellas.
-
Papá?...
Su padre ladeó la cabeza como señal de que lo
escuchaba, pero no dijo una palabra. Y seguía sin mirarlo.
-
No
te preocupes, pa. Está todo bien…
Allí estaba el verdadero Beto. Hijo único,
aunque no por eso especialmente mimado, había construido su relación con el
mundo desde una perspectiva solidaria. Siempre protegiendo a quien necesitaba
protección. Preocupado por el ánimo de su padre cuando era él quien acababa de
recibir la peor noticia de su vida, se acercó a él y le dio un abrazo que
pareció cubrirlo. A los trece, Beto ya era bastante más corpulento.
Dos días después su padre se fue de la casa.
Beto nunca más lo volvió a ver.
Se respiran pesares...
ResponderEliminarBrindo por el regreso, amigo!
Gracias, amiga! Estoy un poco oxidado. Con el correr de la historia me iré soltando un poco. Espero! Beso.
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