Eligieron atacar la reja a través de la placita de República
Arabe Siria. Por Las Heras el tránsito era incesante y aún a esa hora de la
madrugada pasaban incluso algunos colectivos.
Sobre Santa Fe estaba la 23ª. No
tenía sentido terminar presos por algo tan insignificante como entrar al Jardín
Botánico de noche. Beto llevaba un bolso deportivo cerrado, que arrojó por
encima del enrejado, cayendo del otro lado con un ruido metálico. Indudablemente era el
más fuerte de los cuatro. Gordo. Demasiado para su metro setenta. El pelo
enrulado y la mirada pícara. No era muy inteligente, pero iba al frente cuando
había que poner el cuerpo y eso le valía el reconocimiento de sus compañeros. Vivía con su madre en un departamento de tres ambientes en Salguero y Arenales. Ella era un ama de casa gris y sin ambiciones, depresiva crónica e indiferente
con un mundo que sentía de espaldas a ella desde su divorcio -tal vez desde antes-. Ninguno de sus amigos conocía al padre de Beto. Tenía 18 años y al igual que los demás, hacía pocos meses que había terminado el secundario.
Luego de arrojar el bolso se dirigió a los demás.
-Vamos! Qué esperan? Apúrense que nos van a ver!
Los árboles de República Arabe Siria ocultaban sus movimientos a la eventual perspectiva de los edificios de la vereda opuesta, pero no era cuestión de confiarse. Igualmente ellos no planeaban un robo. Su incursión era más bien como una travesura. Una bastante osada. Allí estaban: Cuatro adolescentes un día de semana a las 2 de la mañana, trepando las rejas del botánico.
-Pará, gordo. Tranquilo. No te pongas nervioso. Está todo bajo control.
El que había hablado era Daniel. Por su fuerte personalidad, por su rapidez mental, por su frialdad en cualquier circunstancia, era el líder implícito de aquel grupo de amigos. Cuando había que decidir dónde ir o qué hacer, todos opinaban, pero era él quien tenía la última palabra. Si había que pelear. Si había que correr. Si había que guardarse. El los cuidaba y todos aceptaban que así era. Era Daniel. Y ninguno de los tres discutía a Daniel. Aunque Daniel fuese impredecible…y a veces diera la sensación de estar un poco loco.
En silencio y acompañando los movimientos de Beto y Daniel, estaban Lucio y Román. Eran hermanos mellizos, de esos que se parecen tanto como para confundirlos si no se los conoce bien. Por más que sus rostros se parecieran, sus personalidades eran muy diferentes. El tiempo se encargaría de no dejar dudas de ello. Obraba entre ellos una simbiosis casi patológica. Cuando sentían que uno de los dos estaba en riesgo, se transformaban. Era como si fuesen parte de un mismo organismo y lo que dañaba a uno repercutía irremediablemente en el otro. Si te metías con uno, lo hacías con ambos. Eran también los galanes del grupo. Tal vez su condición de mellizos ("no gemelos", se encargaban de aclarar cada vez que tenían oportunidad) fuera una especie de fetiche para las mujeres, pero el punto es que caían como moscas. Eran lindos pibes. Buenos físicos. Ojos brillantes. Un mechón de pelo lacio que les caía sobre la frente y sonrisa como para derretir un témpano. Conseguir mujeres no era un problema para ellos, lo que les valía la complicidad condescendiente de Daniel y el recelo nunca confesado de Beto, quien sentía que las chicas miraban a través de él como si fuera transparente, como si no lo registraran.
Los mellizos eran por lejos los más ágiles, en oposición a la corpulencia fibrosa de Daniel o la obesidad descuidada de Beto. Daniel les hizo un gesto, dándoles al fin la indicación que esperaban.
-Vamos chicos, rápido.
Román tomó carrera y de un salto se encaramó firmemente en la parte superior de la reja, comenzando a empujar con sus pies que encontraban apoyo en el cuerpo labrado de la valla. Lucio lo siguió de cerca. Se movían de la misma manera. Era surrealista tanta identificación, tanto parecido entre dos personas.
En pocos segundos estuvieron dentro del predio. Tomaron el bolso que Beto había arrojado y velozmente buscaron cobijo entre las sombras de los frondosos árboles.
Daniel y Beto se miraron con algo de duda. A Daniel le gustaban los fierros. Se mataba todos los días en el gimnasio de Guemes y Julián Alvarez, que había sabido ser un sitio selecto, pero merced al avance de las cadenas de megagimnasios se había transformado en un antro de olor rancio y paredes húmedas.
“Mejor –decía- Es un gimnasio de machos, no como esos otros que
están llenos de putos…”
Daniel era bastante intolerante, y coqueteaba con ideas
filonazis aún sin haber tocado un libro de historia. El punto era que había
sabido cultivar una musculatura importante, aunque como contrapartida sus
movimientos fueran algo torpes y lentos.
-Vas a poder solo? –Le dijo a Beto con una sonrisa socarrona en el rostro. El gordo recogió el guante.
-Claro que voy a poder. Saltá de una vez, dale…
Daniel asintió y con una corta carrera saltó sobre el vallado, que se sacudió con violencia como si lo hubieran aporreado con un poste de luz. Con notoria lentitud, pero con la innegable fortaleza de sus brazos, superó el obstáculo con éxito, reuniéndose con los mellizos unos metros más allá. Desde allí, con vos atenuada, los tres muchachos comenzaron a alentar a Beto ayudándose con ademanes.
-Dale, Gordo…Saltá!
Aún con sabor a Dante, doy el presente!
ResponderEliminarNo podía ser de otra manera!!
ResponderEliminarComo autocrítica, noto que mis historias pocas veces logran algo de profundidad. Es como que "surfean" y se deslizan, pero no se sumergen.
Encaro esta historia con el desafío de ir más allá, de meterme con temas jodidos de verdad.
Vamos a ver qué sale.
Venís?
Besote!!
Sin preguntar adonde...
ResponderEliminarGenia es poco. Estos comentarios me hacen una cosquillita rara. Rara bien.
ResponderEliminarEspero no defraudarte.
Besote