Pasada la hora estipulada, los
cuatro amigos convergieron en el punto de reunión pactado. Daniel llegó
primero. Su bolsa lucía hinchada y pesada, lo que daba indicios acerca de una
faena exitosa con la que su armamento había tenido mucho que ver. Avanzaba
agazapado entre penumbras, con la bolsa de consorcio en una mano y la ballesta
en la otra. A unos treinta metros divisó una silueta que se movía hacia su
posición de manera similar. Era Román. Su bolsa no estaba tan llena. Apenas dos
gatos yacían al fondo de su boca negra y brillante de polipropileno. La pica de
hierro era una extensión de su brazo derecho y la oscuridad sólo permitía
advertir una humedad opaca en el punzante extremo de la herramienta, que se
intuía roja. En instantes llegaron al mismo punto y Román expresó su sorpresa,
aunque no levantó la voz.
-Ehhh!! Cuántos mataste?
-Este aparatito es un fierro! Creo
que diez. No los conté.-Daniel hablaba con entusiasmo medido. Era una de sus
características: Parecía que nada lo motivaba de verdad. Era un témpano- Y los
otros? Los viste?
-No. Salieron para el lado de Las
Heras y no me los crucé más…Mirá! Ahí viene mi hermano.
Lucio se acercó a ellos con gesto de
contrariedad. Traía la bolsa en su mano izquierda, doblada en varias partes y
reducida casi al tamaño de un pañuelo. En esa misma mano llevaba la punta aguzada
tan limpia como la había recibido de manos de Daniel, quien al igual que Román
lo miraba con curiosidad. Fue el mellizo quien hizo la pregunta al fin…
-Y? Cómo te fue?
Lucio arrojó la pica y la bolsa al
suelo. La brisa comenzó a jugar con esta última, llevándosela a los tumbos
entre vueltas carnero de fantasía.
-No pude. Cáguense de risa, pero no
pude. Me acerqué a un grupo de cinco gatos que había en una lomita, cerca del
edificio blanco que se ve desde Las Heras. Cuando me vieron, cuatro salieron
corriendo como liebres. Desaparecieron en un segundo. Pero uno se quedó…-los
ojos de Lucio comenzaban a humedecerse. Era una faceta del mellizo que pocos
conocían, aunque no sorprendió a su hermano- Y el que se quedó me miraba,
confiado, sin intuir que lo iba a ensartar con un fierro. Me miraba sin
hostilidad, ¿entienden? Y no pude.
Daniel y Román se miraron. Román se
encogió de hombros, como excusando a su hermano. Daniel entonces clavó la vista
en Lucio.
-Está todo bien, Lucio. Pero no te
olvides de lo que yo te voy a decir ahora. Cuando sea tu destino el que te está
estudiando, acechando, y vos decidas quedarte quieto y mirarlo con cara de
gatito confiado, tu suerte te va a pasar por encima. La vida tiene armas mucho
más peligrosas que una punta de albañil. Mejor que empieces a hacerte hombre,
porque el mundo es de los fuertes y el camino de los fuertes está tapizado con
la piel de los cobardes ¿Te queda claro?
-Si…-Lucio estaba avergonzado. El
pequeño discurso de Daniel lo había colocado en una posición de humillación. Y
él lo entendía. El grupo tenía sus códigos y de alguna manera, él se había
apartado de ellos.
-Bien. Guardá el fierro en el bolso.
Encargate también del de tu hermano. Ahora sólo falta el Gordo. Alguno lo vio?
Ambos mellizos negaron con la
cabeza. Ya eran las tres y cinco y el grupo comenzaba a hallarse en una
situación extremadamente vulnerable. Cuando el trío comenzaba a
intranquilizarse, la voluminosa silueta de Beto salió por detrás de unos
arbustos. Se acercó jadeante. Daniel estaba serio, con el ceño dividido por una
línea vertical muy marcada.
-Llegás tarde.
-Uf! Es que…me fui muy lejos…vine
casi corriendo…
Su bolsa no estaba vacía, pero
tampoco abultaba demasiado. Finalmente fue Román el que preguntó.
-Y gordo? Cuántos mataste?
Beto dejó la bolsa en el suelo y
“arremangó” la boca de la misma, dejando a la vista su contenido aunque sin
sacarlo. Era un gato grande, blanco y negro. Estaba desfigurado por los golpes.
Casi no se podía reconocer la cabeza y el cuerpo era un amasijo blanduzco, con
los huesos pulverizados. El garrote estaba teñido de rojo casi desde la
empuñadura.
-Qué pasó, gordo? –preguntó Daniel,
visiblemente sorprendido.
-Estos hijos de puta corren como
demonios. Y vos me diste este palo de mierda. No los podía agarrar. Este no
tuvo mejor idea que hacerme frente. Me saltó a la cara y lo agarré en el aire.
Después simplemente lo rematé, pero creo que se me fue la mano, no?
-Y…un poco. Guardá el palo y agarrá
la bolsa. Nos vamos. Rápido.
Daniel desarmó la ballesta con
habilidad y terminó de recolectar las armas en el bolso. Luego salieron por
donde entraron, arrojando primero el bolso por sobre la cerca y luego las
bolsas con gatos muertos. Se movieron rápido y nadie los vio. Esa parte de la
plaza estaba protegida por un piadoso cono de penumbra.
Aquella noche había valido la pena. La
sensación de peligro, de estar por su cuenta y en riesgo de ser descubiertos,
las consecuencias a las que deberían enfrentarse si algo iba mal.
Pero todo salió según los planes. La
adrenalina había corrido generosamente por sus venas.
Y les había gustado.