Se habían conocido en el secundario.
Todos iban al Divina Concepción de Jesús, colegio católico, tradicional y
centenario enclavado en el corazón de Palermo, frente a la Plaza Guemes. Estaban en tercer año pero sólo se tenían de vista o poco más. Habían hecho toda la primaria y los primeros años del
secundario en la misma escuela, aunque en divisiones diferentes. Por obra y
gracia del hambre de facturación de la dirección, había un a), un b) y un c).
Los mellizos iban al curso a), Beto al b) y Daniel al restante. Los mellizos y
el gordo se trataban por jugar juntos en el equipo de rugby de la escuela. Beto
era pilar a partir de su peso, vehemencia y comprensión del juego, en tanto que
Román y Lucio eran los wings de la escuadra. Veloces como el viento, aunque de
cuerpos estilizados. Otro estilo, aunque no arrugaban nunca. El coraje estaba
allí mismo. Sólo había que raspar un poquito con la uña. A fin de cuentas era bien poco lo que
compartían más allá del vestuario y los entrenamientos de entresemana. Vidas diferentes. Amigos diferentes. La adolescencia es un universo de islotes, a veces separados por auténticos abismos.
Sin embargo, sus destinos se unieron
íntimamente durante algo tan cotidiano como un recreo. Román había dicho
presente en la consideración de todos ganándose a una chica de cuarto año. Ella
lo había buscado y él no había hecho nada para impedirlo. De algunos
histeriqueos en el patio habían pasado sin escalas a un anochecer pleno de
manotazos y jadeos en un pallier anónimo de la calle Julián Alvarez. Todo iba
bien para él, excepto por un detalle: La chica salía con uno de los bravucones
de quinto, de esos que andaban siempre juntos y gustaban de martirizar a los
más chicos. El pibe se enteró por comentarios. A esa edad los chismes de ese
tipo corren como reguero de pólvora, y llegan indefectiblemente a los oídos
menos indicados, agrandados y distorsionados. El novio despechado era un
grandote rubio, con la cara llena de acné y pelo desordenado. Andaba siempre
con otros tres que parecían cortados por la misma tijera. Un ejemplo escolar de
producción en serie. En el manual de supervivencia del alumno secundario,
estaban en el primer renglón del capítulo “Gente con la que no hay que
meterse”. Román, sin saberlo, le había quitado el cascabel al gato. Y el gato
se había despertado.
Un par de días después de los osados
escarceos con aquella rubiecita hermosa de tetas firmes, Román estaba parado en
el patio durante el recreo largo de las 11.00.
Con su hombro apoyado contra una columna, conversaba con una compañera de su división
prometiéndole el oro, el moro y las siete maravillas del mundo a cambio de un
beso y algunas otras cosas. El grandulón salió de su aula y enfiló directo
hasta donde la parejita estaba en la
suya, ajena al mundo circundante. Algunos de los pibes más grandes percibieron el germen de una pelea y aún sin
dejar de hacer lo que fuera que estaban haciendo, comenzaron a prestar atención
a la escena. El rubio se detuvo a unos centímetros de Román y le clavó los
ojos, desafiante. El mellizo supo de inmediato de qué venía la cosa, pero optó
por hacerse el desentendido. De todos modos el silencio era más pesado que las
palabras y el propio Román decidió romperlo con una pregunta pueril…
-Qué? Pasa algo?
-Pasa que Valeria es mi novia. Pasa
que te la transaste, pendejo. Y pasa que te voy a romper la cabeza…
-Yo no sabía. Creo que tenés que
hablar con ella, no conmigo…
El pibito era osado, eso era
innegable, pero estaba caminando por una cornisa muy delgada. Con esas palabras
dio por terminada unilateralmente la conversación y se volvió hacia su
compañera dispuesto a seguir en lo que estaba un minuto antes. El divertido
murmullo de los testigos ocasionales del intercambio impregnó el aire y la cara
del grandote se tiñó de un rojo furioso. A su enojo inicial se sumaba ahora la
humillación pública. No podía dejar que las cosas terminaran así y decidió
hablar en el lenguaje que mejor conocía. Sin advertencia previa disparó su puño
derecho, que fue a estrellarse como una bala de cañón en el oído izquierdo de
Román, que cayó al suelo algo atontado, su oreja roja y un zumbido intenso que
no cesaba en el interior de su cabeza. Mientras la chica gritaba y huía
espantada, el grandote se arrodilló a su lado y golpeó una, dos, tres veces a
Román en la cara. Su nariz y su boca comenzaron a sangrar. No era una buena
pelea: La diferencia física no lo permitía. Aún así, el mellizo se revolvía
sobre su espalda e insultaba a su agresor…
-Dale, pegame cornudo…Sí, estuve con
tu novia, y qué?...Era hora de que alguien la atienda como corresponde…forro!!
Cuando el rubio se disponía a seguir
remediando con golpes lo que su corto ingenio no podía solucionar, algo sólido lo
impactó en la espalda haciéndolo caer de bruces. No fue un golpe violento, por
lo que logró rehacerse de inmediato y ponerse de pie. Al darse vuelta pudo ver
a Lucio blandiendo una silla de las que usaban en las aulas.
-Dejá tranquilo a mi hermano, hijo
de puta…
Antes de que pudiera comprender del
todo el dinámico escenario planteado, tres de los amigos del rubio le arrebataron
la silla de las manos a Lucio y comenzaron a golpearlo. Uno le pagaba, mientras
los otros dos lo sostenían. Cuatro muchachos corpulentos de diecisiete años
contra dos algo más jóvenes y decididamente más débiles. Y nadie se metía a separar. La
atracción hipnótica de las peleas es irresistible para los jóvenes. Los
preceptores y los curas brillaban por su ausencia…
Y entonces apareció Beto.
Y se armó la trifulca, se armó...
ResponderEliminarLas peleas en el patio: Un clásico.
ResponderEliminarTodavía no sabemos si vamos a amar a Daniel o lo vamos a odiar.
Besote