Beto no era ni por lejos un alumno brillante,
pero era un tipo querible y bastante popular. El estigma de su sobrepeso no lo
condicionaba, o al menos no lo evidenciaba en su conducta. Era “el gordo” para
todos. Pero era de esos gordos macizos, de musculatura respetable y una fuerza
física considerable. Siempre de buen humor, con un chiste a punto de salir de
su boca. No se comportaba como un pendenciero. Pero tampoco se dejaba
avasallar. Las burlas malintencionadas, las faltas de respeto, los intentos por
ridiculizarlo o pasarlo por encima, encontraban en Beto una respuesta seca y
firme. Si aún así insistías en considerarlo un blanco vulnerable, posiblemente
comprenderías la naturaleza errónea de ese juicio de la mano de un par de dientes
rotos o una nariz hinchada.
El gordo había seguido los acontecimientos con
la mirada desde el primer momento. Había leído la situación, y sabía que las
cosas iban a terminar del modo en que estaban sucediendo. En un par de segundos
dudó un millón de veces, y finalmente se decidió a intervenir desde una
posición conciliadora. No era cuestión de ir al choque contra aquellas cuatro
bestias, a pesar de tener unos cuantos recursos más que los mellizos, con los
que estaban barriendo el patio del Colegio. Los preceptores estaban tomando
café en la antesala de la sala de profesores, a inoportunos treinta metros de
la acción. Nadie rompería códigos yendo a avisarles lo que estaba ocurriendo. Beto
se acercó el epicentro de la pelea.
-
Muchachos,
ya está. Déjenlos. ¿No ven que son pibes? –mientras hablaba, perfilaba su
cuerpo robusto para interponerse entre Lucio y el gorila que lo estaba
golpeando.
Uno de los jóvenes que sostenían al mellizo
estiró una mano y abofeteó la nuca de Beto, sin soltar a Lucio, que aprovechó
la interrupción generada por el gordo para tomarse un respiro de la golpiza. El
rubio seguía forcejeando con Román, que a pesar de tener bastante sangre en la
boca y la nariz seguía resistiéndose con fiereza.
- Callate y tomatelas, gordo puto. Esto no es
con vos.
Cuando Beto sintió el golpe, más ofensivo que
violento, lo sintió como una señal para que esa pelea fuera también suya. Sin
decir nada más, disparó su pie derecho impactando con él al tipo que golpeaba a
Lucio a la altura de los testículos.
-Uuuuhhhhhh! –Un lamento ahogado y la caída. El
tipo se hizo un ovillo en el suelo, con ambas manos tomándose la zona golpeada,
que comenzó a latir con vida propia.
Un murmullo generalizado (de aprobación? De
entusiasmo?) se levantó entre quienes observaban la pelea sin intervenir. Los
dos que estaban sosteniendo a Lucio lo soltaron y la cosa se emparejó. Tres
grandotes contra los mellizos y el gordo. Al menos en número estaban
equilibrados. Pero Román estaba mal. El rubio lo golpeaba con saña y lo iba a lastimar
de verdad. Al parecer no era un enojo de pibe. Era la furia de un hombre
despechado. Había odio allí. Y cuando el odio tallaba, las consecuencias podían
ser graves.
El rubio se despachaba a su antojo, mientras
sus amigos se ocupaban del otro mellizo y del gordo, cuyo papel era un poco más
digno y luchaba casi de igual a igual. El líder del grupete de bravucones ya
había ganado una pelea en la que su rival nunca había tenido chances, pero aún
así seguía atacando. Hasta que sucedió algo inesperado: Sintió una presión en
el cuello. Alguien lo había tomado desde atrás y con su antebrazo le presionaba
la tráquea al límite de lo soportable. Apenas un hilo de aire podía pasar por
allí. Los capilares de sus ojos comenzaron a irrigarse en extremo y a hacerse
cada vez más anchos, su rostro a enrojecer con intensidad. En medio de esa
situación inesperada, escuchó una voz a sus espaldas…
-
Me
escuchás? Si me escuchás, decí que “sí” con la cabeza…
La barbilla del rubio subió y bajó sólo unos
milímetros, un par de veces. La voz era aguda, como la de un chico al que la
pubertad todavía no le había dado su viril baño de rudeza.
-
Te
voy a soltar. Y cuando lo haga te vas a quedar en el molde. Vos y tus amigos se
van a ir para el lado del aula de 5to. sin decir nada. Vamos a jugar a que
nunca trataron de abusarse de sus físicos pegándoles a dos pibes mucho más
chicos. Nos vamos a olvidar, te parece?
Era increíble el tono en que aquel pibe de
segundo año, extrañamente fornido para su edad, le hablaba a un matón mucho más
grande. No había miedo en su voz. Ni siquiera respeto. Eran palabras que
reflejaban un desprecio vergonzante. Una forma de decir “…te trato como mierda
porque es lo que te merecés…” Cualquiera podría entender que de eso se trataba.
Hasta el propio muchacho rubio, cuyos ojos comenzaban a entrecerrarse. Los
amigos del bravucón, los mellizos, Beto, los demás estudiantes…Todos habían
quedado congelados en el sitio en que estaban cuando Daniel había decidido
intervenir. Fue un instante mágico en que el tiempo pareció suspenderse. Podía
escucharse como un estruendo el aleteo de los gorriones que cruzaban el límpido
cielo palermitano de aquella mañana. Todos miraban, pero nadie hablaba y mucho
menos amagaba con intervenir. Los protagonistas se habían recortado en su mundo
paralelo y eran el espectáculo del día. O más bien del año. Aquel recreo iba a
ser recordado por generaciones.
Los preceptores, dos jóvenes más cercanos a los
veinte que a los treinta, se acercaron a la carrera. Iban a tener que dar
muchas explicaciones por su distracción y sus consecuencias.
-
Soltalo!
–le gritó uno de ellos a Daniel, que obedeció de inmediato sintiendo como el
cuerpo del rubio resbalaba hacia el piso de cemento rústico con líneas
amarillas de cancha de básquet.
El grandote intentaba recobrar el aire no sin
esfuerzo, tomándose el cuello con la mano derecha. Lucio se había acercado a su
hermano y con los últimos dos pañuelos descartables de su paquetito lo ayudaba
a limpiarse la cara teñida de rojo desde la nariz hasta el mentón. Un diente
flojo y la nariz inflamada, sin fracturas. La había sacado barata.
El preceptor que detuvo la pelea señaló
consecutivamente a Daniel y al rubio.
-Vos y vos, vengan conmigo.
Y partieron con rumbo fijo a la rectoría. Beto,
los mellizos y los compinches del rubio se desbandaron con rapidez,
agradeciendo a su suerte por su inesperada impunidad. Todos estaban seguros de
que la cosa seguiría en algún otro momento.
Mientras caminaba detrás del preceptor, las
miradas de Beto y Daniel se cruzaron en una ráfaga fugaz. Daniel ensayó una
media sonrisa.
Y le guiñó un ojo.
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