“…Son igualitos!!!...”
Pocas cosas en la vida les molestaban más a
Lucio y a Román que ese tipo de comentarios, a los que respondían con una mueca
seria y silenciosa que congelaba el aire. No. A pesar del sorprendente parecido
físico, los mellizos no se consideraban iguales entre sí. Por el contrario, se
definían como complementarios. Sentían que uno tenía lo que al otro le faltaba,
por lo que se completaban cuando estaban juntos. Y eso sucedía la mayor parte
del tiempo.
El dinero no era un problema en el hogar de los
mellizos. El padre era gerente general en la filial local de un laboratorio suizo
y la madre, ama de casa de tiempo completo, aunque su mayor contribución al día
a día de la familia consistía en resaltar detalles insignificantes a alguna de
las tres mucamas. El resto del tiempo se esmeraba en gastar de modos cada vez más
creativos la plata de su esposo. Shopping, spa, gym, personal trainer, terapia,
tratamientos de belleza. No parecía una tarea sencilla ocupar días enteros
entre tanta pavada improductiva, pero ella se las arreglaba de maravillas.
Los hijos? Bien, gracias. Nunca les faltó nada
material, y suplieron la escandalosa indiferencia de sus padres ausentes
reforzando su vínculo fraternal. Querían a sus padres, pero no los amaban. Las
facturas se iban acumulando y tarde o temprano –probablemente al invertirse la
ecuación y los padres comenzaran a necesitar a sus hijos-, tendrían que
pagarlas una a una. Y con intereses. Román era la familia de Lucio y viceversa.
Las demás personas del universo eran simples actores de reparto para ellos.
Aunque podían acceder a una educación de élite,
los chicos eligieron el Divina Concepción de Jesús. Les quedaba cerca, sus
amigos estudiaban allí y la exigencia era promedio. No tenían interés en
pasarse la adolescencia entera pendientes del estudio. Sus padres, como era de
esperarse, no tuvieron objeciones. Los mellizos eran chicos sencillos. Nunca se
creyeron más que los demás por cuestiones materiales y mostraban valores dignos
de destacar. Eran considerados, respetuosos e inteligentes.
Sin embargo, había algo que no estaba bien. Era
difícil de percibir si no se los conocía bien, pero con el tiempo te golpeaba
con la fuerza de la evidencia. Ellos eran de una manera cuando estaban juntos. Productivos,
alegres, ocurrentes. De buen humor constante. Encantadores y carismáticos. Pero
al separarlos, la cosa era bien distinta. Afloraba en cada uno una faceta
oculta que parecía flotar como un velo detrás de una fachada social de corrección
política.
Román se volvía cínico. Locuaz y elocuente, hería
innecesariamente con las palabras. Era cruel con los más vulnerables, usando el
sarcasmo con una maestría indignante. Le iba bien con las mujeres, despertando
interés aún donde no se lo proponía. Pero su sonrisa irresistible daba lugar al
desprecio en el momento menos pensado.
“…Andate. Me aburrís…” –le gustaba decirle eso
a las chicas un segundo después de que ellas se quitaran la ropa.
A Román le gustaba humillar.
Lucio era diferente. Lejos de Román, se retraía
y optaba por el silencio. Se aislaba. Su expresión se ensombrecía y su temperamento
mutaba. Se volvía peligroso. Agazapado detrás de aquellos letargos momentáneos,
yacía el germen de la violencia física. Intimamente, rogaba por una provocación.
La más pequeña e insignificante. Y entonces brotaba el odio, el resentimiento.
La ira enceguecida. Y hacia allá iba: Toda pelea era buena para él. Los
mellizos estaban lejos de ser corpulentos, por lo que Román en general llevaba
la peor parte cuando de golpes se trataba. Le habían roto la nariz tres veces y
sus incisivos eran implantes carísimos (los suyos yacían en algún rincón del
campo de deportes, luego de una discusión de partido). Las guardias de hospital
eran testigos de un Lucio machacado pero sonriente. Amaba el sabor de la
sangre.
En su casa y en la escuela estaban concientes
de esa faceta. Sus padres intentaron solucionar la patología de Lucio de la única
manera que sabían: Pagaron los mejores psicólogos, quienes al cabo de un tiempo
de terapia concluyeron en que con el paso del tiempo su carácter iría ajustándose
a las exigencias del entorno. Lo medicaron con un ansiolítico liviano y lo
lanzaron de vuelta a su vida. Los episodios de furia se espaciaron hasta casi
desaparecer.
Román y Lucio siempre estaban juntos.
Era mejor así para ellos. Y para el mundo también.